

En nombre de la inclusión, hoy se multiplican discursos, campañas y hasta instituciones que parecen más preocupadas por “performar” diversidad que por garantizar derechos reales. La identidad de género, una bandera legítima nacida de luchas históricas, se transformó en muchos espacios en un recurso de visibilidad política, de corrección mediática y hasta de negocio ideológico.
Cada día, en redes sociales y organismos públicos, el debate sobre el género se repite con las mismas consignas, los mismos hashtags y una coreografía que oscila entre lo genuino y lo impostado. La defensa de la diversidad se volvió, paradójicamente, un discurso uniforme: todos deben pensar igual, hablar igual y celebrar lo mismo. Quien duda, pregunta o disiente, es inmediatamente etiquetado como enemigo del progreso.
Un video viral titulado “Paseo de cachorros 2025” volvió a encender el debate sobre los discursos hacia quienes no "encajan" en los moldes tradicionales de género o comportamiento.
En el clip —difundido a través de Instagram— una voz en off da frases como “mirá la cantidad de gente que le faltó un abrazo” o “un golpecito que ahí generó un problemita”, refiriéndose a un grupo de jóvenes. El video, viralizado bajo el título “El mundo al borde del abismo”, muestra una procesión de individuos disfrazados de canes, ladrando, posando y filmándose mientras son aplaudidos o mirados con desconcierto por transeúntes. No se trata de un carnaval ni de una protesta: es, según sus protagonistas, una forma de “vivir la identidad animal interior”.
Lo que para algunos es una manifestación artística o identitaria, para otros es el reflejo de una sociedad desbordada por la confusión. La frontera entre el juego y la despersonalización se vuelve difusa: humanos que imitan perros, mascotas que viven mejor que millones de personas, y un espectáculo mediático que celebra el exceso sin detenerse a pensar qué está mostrando.
Las redes sociales amplifican el fenómeno y lo convierten en entretenimiento. Pero detrás del disfraz hay un síntoma más profundo: la búsqueda desesperada de pertenencia en un mundo que ya no ofrece certezas. La identidad se volvió un producto customizable, una experiencia que se puede comprar, filmar y compartir. La máscara —antes símbolo de anonimato— hoy es la nueva forma de mostrarse.
El “paseo de cachorros” puede parecer una simple excentricidad, pero en realidad expone una fractura cultural: mientras miles de personas luchan por necesidades básicas o por una identidad reconocida, otros encuentran sentido en comportarse como animales domesticados. Es la paradoja de una modernidad que, en nombre de la libertad absoluta, termina celebrando la pérdida de lo humano.
No se trata de negar derechos —eso sería retroceder una década—, sino de advertir cómo un reclamo justo puede desvirtuarse en aparato burocrático y eslogan vacío. Mientras tanto, los problemas urgentes de muchas personas trans y no binarias —acceso a la salud, empleo digno, vivienda— siguen siendo marginales en la agenda. Hay inclusión en los carteles, pero exclusión en los hechos.
La Ley de Identidad de Género de 2012 fue un avance histórico, reconocida en todo el mundo. Pero más de diez años después, el debate se diluyó entre influencers que capitalizan el tema y funcionarios que lo usan como escenografía progresista. El género se volvió trending topic, mientras la desigualdad sigue siendo tendencia permanente.
Lo que antes era una demanda de libertad se convirtió, en algunos casos, en un nuevo dogma. Las identidades son múltiples, pero el discurso público se volvió monolítico. Se habla de deconstrucción, pero se construyen castillos de censura y corrección. Se celebra la diversidad, pero se persigue la disidencia.
Quizás haya que recuperar el espíritu original del reclamo: la búsqueda de respeto individual, sin convertirlo en marketing ni catecismo. La verdadera libertad no se impone con consignas, sino que se ejerce con pensamiento crítico, empatía y autenticidad.
Porque de tanto discutir etiquetas, estamos olvidando lo esencial: ser personas antes que ideologías.